Pompeya, Salerno, Positano, Nápoles…

En aquellas semanas pudimos también conocer ciudades de los alrededores: Luca nos enseñó Cava dei Tirreni y Salerno (de noche, para contemplar las curradísimas luces navideñas) y otro día, Jorge y yo nos hicimos una excursión a Positano, un pueblo costero cuyas sugerentes imágenes había visto yo en algún atlas, pero que en pleno invierno y al natural desmerecía bastante. De allí nos movimos en autoestop hasta Sorrento, patria del limoncello.

Positano La Vuelta Al Mundo Sin Pasta

Positano

¡Ah, limoncello, pero sobre todo crema di limoncello, una de las escasas bebidas capaces de vencer mi poca afición al alcohol! Los campos de la Campania producen unos limones de raro olor perfumado, como de pastelería, así que no es extraño que la bebida salga tan rica. Luca nos había dado a probar en casa el auténtico limoncello de la zona (nada que ver con el que se vende en España o en los supermercados italianos) y nos contó que en las tiendas de Sorrento entras y te lo dan a probar gratis para incitarte a la compra. Nos recorrimos todos los negocios del centro (en algunos lo fabricaban ellos mismos artesanalmente, en la trastienda) y a veces tiramos indirectas, fingiendo interesarnos por el producto, pero se ve que no teníamos pinta de clientes potenciales: sólo uno nos ofreció un minivasito donde echó… ¡el equivalente a una cucharadita de café, que no te daba ni para distinguir el sabor!

Desengañados, nos volvimos a Scafati y, seguramente aturdidos por estos litros de alcohol, ¡nos pasamos de estación! Era el último tren, así que nos quedamos en Torre Anunziata sin saber cómo volver a casa de Luca. Vimos una pareja con un crío que estaba subiendo a un coche y les preguntamos por los (inexistentes) buses mientras nos miraban recelosos como si fuéramos Bonnie & Clyde. Sin embargo, poco después nos vieron perdidos por la calle y ¡no sólo nos invitaron a montar sino que, al saber de nuestro viaje, nos llevaron entusiasmados hasta la puerta de Luca! Una vez más, mola la Campania.

Pero si había un sitio que no nos podíamos perder eran, claro, las excavaciones de Pompeya, uno de los lugares que yo en concreto tenía más ganas de ver. La taquillera observó la autorización que nos habían dado en Roma y nos soltó secamente: «Estamos hartos: los erasmus españoles -pronunció «españoles» con rabia contenida desde la noche de los tiempos- vienen con justificantes falsos como el que lleváis para entrar gratis así que, si queréis entrar, son catorce euros por persona». Ay… qué poco ayuda la fama picaresca de tu país cuando pretendes justamente emplear la picaresca. De nada sirvió discutir.

Pompeyanos sepultados por el volcán La Vuelta Al Mundo Sin Pasta

Pompeyanos sepultados por el volcán

Veintiocho euros eran una fortuna que no teníamos, así que nos encaminamos hacia otra de las entradas para hablarle a alguna taquillera más simpática de nuestro viaje sin pasta y pedirle el favor de dejarnos pasar. Sin embargo, nos equivocamos de camino y aparecimos en una de las salidas. El vigilante nos llamó la atención: «no es por aquí». Nos disculpamos en italiano y ya nos íbamos cuando preguntó: «¿de dónde sois, de España? ¡Me encanta España! ¡Venga, pasad por aquí!», añadió beatíficamente sin que nos diera tiempo siquiera a decirle que estábamos viajando sin dinero (se ve que ser español ya es un poco sinónimo de eso, jaja…). Así que nos vimos, sin mover un dedo, invitados a visitar gratis Pompeya. Confirmado: los españoles, a la mayoría de los campanos, les caemos de puta madre.

El sitio nos dejó alucinados, claro. Recomendamos muchísimo la visita, incluso pagando los catorce euracos. El regusto amargo fue comprobar que muchas de las mejores «domus» y algunos lugares como el anfiteatro estaban cerrados al público por restauración, que muchas de las pinturas habían sido claramente arrancadas y que algunos edificios no estaban del todo bien asegurados (de hecho, pocos días después se derrumbó una columna del jardín de esta casa). Hablamos de esto con diversa gente en los días sucesivos y nadie parecía muy contento con la forma de gestionar el sitio: parece ser que recibe poco dinero del estado, e incluso nos contaron que alguna vez los propios trabajadores han derrumbado algo para llamar la atención al gobierno sobre un hecho indiscutible: Pompeya se cae. La preocupación de los gobiernos italianos por la cultura no parece diferir tanto de la de los gobiernos españoles. «Pero también hay un problema, y es que se excava y se excava: desentierran un edificio sin haber asegurado los que ya están fuera. Si no hay dinero,¡al menos dejadlo bajo tierra, que ahí se conservará mejor que a la intemperie!», nos explicó una arqueóloga.

Paseando por Pompeya La Vuelta Al Mundo Sin Pasta

Paseando por Pompeya

Después de pasar todo el día en la ciudad romana y cuando ya nos íbamos porque anochecía y lloviznaba, me vino de repente a la cabeza un olvido inexplicable: ¡la Villa de los Misterios está en Pompeya! Esta vivienda suburbana contiene las pinturas romanas más famosas y mejor conservadas de la Historia. Corrimos por todas partes buscando un cartel indicador. Al final, con los ojos puestos en el reloj porque dentro de nada habíamos quedado con Luca en Scafati, recorrimos todas las estancias que encontramos en medio de la penumbra del anochecer. La gente encendía los móviles para ver las paredes… pero por ninguna parte hallamos las pinturas. No sabemos si la culpa la tuvo la dificultad de encontrar el «triclinium» en una casa tan grande o que estuvieran cerradas al público, como nos dijo una bibliotecaria. Así que seguimos preguntándonos qué pasó: la Villa de los Misterios tiene para nosotros un misterio añadido. De todas formas, fue para mí un regalo de lujo poder pasar el día de mi cumpleaños paseando por las calles de Pompeya.

A Nápoles fuimos menos frecuentemente de lo que nos habría gustado, porque el billete de la Circumvesubiana costaba bastante si pretendías ir y volver todos los días (gracias a Luca y Mafalda por regalarnos unos cuantos billetes que, según ellos, no iban a usar), y no podías colarte porque casi siempre había revisores en los tornos. En cuando a la ciudad, la recordaba primaveral, llena de una luz fantástica muy similar a la de Barcelona. La había visitado fugazmente cuando «erasmuseaba» en Italia y, mirando una divertida recopilación de carteles y fotos del Nápoles profundo en casa de Francesco en Roma («Spazzanapoli», se llamaba el desternillante libro), había concluido: «yo quiero vivir ahí un año, que en esa ciudad no te aburres». Observando todo aquel derroche de picaresca y de carteles rogando no hacer cosas a cual más insólita -lo que quiere decir que ¡la gente las hace!- Jorge concluyó: «sí, será muy diver, pero yo no viviría allí: ¡me está dando hasta miedo!». A esto se añadían las advertencias de los propios lugareños: «vigilad la mochila», nos repetía la gente. Pues sí, vigilamos la mochila (en la que por otra parte no llevábamos nada de valor) pero el caso es que a mí ni ahora ni hace cinco años me han robado en Nápoles y sí en Roma y en Madrid… Suerte, supongo, aunque como toda gran ciudad no es para andar muy confiado.

Vistas desde Nápoles Vesubio La Vuelta Al Mundo Sin Pasta

Vistas desde Nápoles

Al final nos habíamos quedado tres semanas en casa de Luca. Nos sentíamos auténticos okupas, y bastante culpables. ¡Pero es que no había modo de irse de allí! La primera semana pensábamos un día para irnos, avisábamos a otros couchsurfers de que nos trasladaríamos a su casa pero, cuando íbamos a decírselo a Luca, nos salía con planes para ir a tal o cual sitio, así que temíamos ofenderle si nos marchábamos. Poco a poco, los otros couchsurfers se fueron cansando de aplazamientos y nos decían que ya no les venía bien.  Las nuevas solicitudes no tuvieron éxito. Luca, por su parte, cada vez que le planteábamos lo de irnos nos salía con lo mismo: «si aquí estamos bien, ¿para qué vais a ir a otro lugar?» Constantemente nos preguntábamos si sería sincero o sólo era cortesía; no sabíamos qué hacer. Pero el colmo fue su madre: «si no nos fuéramos a Nueva York, ¡podríamos haber pasado las Navidades juntos!» Y, a juzgar por cómo terminaron siendo nuestras Navidades, hubiéramos preferido mil veces pasarlas con Luca y Mafalda.

Pero todo esto ocurriría en Bari… sí, había llegado el momento de «desapoltronarse», que, sobre todo por culpa del frío y del «síndrome de adopción» del que habla Albert Casals, llevábamos una racha más sedentaria que un olivo. Había que darle una nueva aceleración al asunto, pasar deprisa por Bari y encontrar cuanto antes un barco que nos llevara a Grecia.

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