En la guarida del escupefuegos

Al cabo de unos días rotamos hacia nuevos «montes»: los Monti Tiburtini. Nos esperaba otro italiano que hablaba español, Gabriele, y que nos recibió con un chorro de energía y una sonrisa que mostraba hasta las muelas del juicio. Vivía con su padre y una gata negra y peluda poseída por el demonio y era periodista (grababa un programa sobre inmigrantes en Roma para la televisión nacional), pero en realidad tenía una doble (o cuádruple) vida: también era clown, zancudo, fakir escupefuego y fotógrafo. Jorge se frotó las manos: «¿me enseñarías a escupir fuego? Puede ser que nos funcione como espectáculo callejero». Y, efectivamente, tuvo su incendiaria sesión de aprendizaje en el patio de casa, ante unos vecinos que ya no parecían sorprenderse con nada. Quitando el aterrador momento en que casi se quema a lo bonzo, Jorge demostró ser alumno aventajado.

Fiesta en casa de Gabriele couchsurfer Roma

La «festa spagnola»

A Gabriele le hacía mucha gracia nuestro viaje sin pasta, y se dedicaba a grabarnos con el móvil en distintas situaciones (¡a veces nos sentíamos seguidos por un paparazzo!). Nos invitó a probar la cocina romana con su amigo de la infancia Marco en un restaurante típico, y otro día pensamos en prepararle nosotros una auténtica cena española.

– Vale, invitaré a algunos amigos -apuntó- Es más, ¡lo voy a anunciar como evento en Facebook y Couchsurfing! ¿Qué os parece unas quince personas como máximo? Las primeras que se apunten.
El entusiasmo se convirtió en pánico:
– Quince está genial, pero ¡no podemos gastarnos toda esa pasta en darles de comer a todos!
– Por eso podemos poner un precio para la cena. ¿Qué os parece diez euros? Así no os arruináis y, si sobra algo, lo usáis para el viaje.

Nos pareció una buena solución: ¡íbamos a montar una fiesta con cantidad de gente, pero pudiendo pagar la compra y sin que tampoco nos regalaran nada, porque nos lo estaríamos currando como cocineros! Perfecto. La convocatoria tuvo bastante éxito, y empleamos un día entero en comparar precios en diferentes tiendas, decidir qué cosas «typical Spanish» prepararíamos y cocinar. Cuando llegaron los invitados no habíamos terminado de preparar todo, pero finalmente la fiesta había empezado, la gente preguntaba por nosotros y renunciamos a seguir en los fogones.

Los amigos de Gabriele eran muy majetes y él, que es un gran dinamizador, había preparado una serie de juegos, así que fue una noche muy entretenida. En la cena conocimos a Luca, un tímido amigo de Gabriele que había venido desde Nápoles a la fiesta; se quedó a dormir y nos ofreció su casa para cuando, en unos días, bajáramos hacia el sur. Pronto descubriríamos hasta qué punto era sincero su ofrecimiento.

Castillo de Sant'Angelo Roma Puente de Sant'Angelo

Castillo de Sant’Angelo

De casa de Gabriele había que moverse, y cada vez nos quedaban menos opciones en Roma para el par de días que teníamos previsto quedarnos. Recordamos que Francesco se había quedado con las ganas de alojarnos más y le escribimos. «¡Claro que podéis volver!», contestó. Y nos reencontramos con él, que nos amonestó: «¿qué hacéis todavía en Roma? ¡Hace ya tres semanas que rondáis por aquí: así la vuelta al mundo durará diez años!» Entonces nos dimos cuenta: efectivamente, la Ciudad Eterna nos había absorbido, como temíamos. Pero nos zafaríamos, ¡seguro!

Un par de días después partíamos rumbo a Nápoles. Con lo difícil que es salir a dedo de una enorme urbe como Roma y lo barato que era el billete, cogimos el tren… ejem… con un solo billete. Jorge se empeñó en que compráramos dos pero yo, animada por lo que me habían dicho (que en esa lenta y soporífera línea apenas pasaban revisores), preferí emplear ese dinero en nuestro gasto principal: el sustento de estos cuerpos serranos. ¿Adivináis? Cómo no, visto que somos unos imanes para los revisores, éste se presentó. Era, sin embargo, un bonachón señor que no debía de tener muchas ganas de multar a nadie aunque sí una obligación profesional. Con unas pésimas dotes de actriz, fingí no encontrar mi billete y removimos todas las mochilas. Tuvo que regresar tres o cuatro veces más a ver si lo había encontrado, hasta que al final, ya con el tren casi vacío y conmigo aterrorizada (ahora sí) ante una multa segura, miró con condescendencia mi cara de pánico y desistió: «venga, va, da igual, no te preocupes…». La famosa «flexibilidad» italiana es uno de los pilares que sustentan mi amor por ese país.

En la inesperadamente fría y lluviosa noche napolitana nos recogió Luca, que nos llevó a los pies del Vesubio…

Deja un comentario